En aquella Villa Miseria solamente la casucha del matrimonio García tenia tanque de agua sobre el tejado. Lo llenaba Doña Heliotropo la noche de los sábados y vísperas de fiesta.Cuando todos los moradores del caserío, grandes y chicos, dormían la borrachera impostergable, ella hurtaba agua del grifo común y trepando por la escalerilla de sauce curado al fuego llenaba el tanque.Transportaba el líquido en una cacerola agujereada. Perdía por el camino la mitad. Como nunca se le ocurrió poner un dedo en el orificio, siempre hacía doble cantidad de los viajes necesarios.
Un 25 de mayo nació el niño. Le dijeron que por ese motivo el futuro presidiario se salvaría de la conscripción. García lo festejó faltando al trabajo un mes y emborrachándose todos los días. En el jolgorio lo acompañaba su mujer. El niño sobrevivió vaya a saber por qué milagro. De las ubres lánguidas de Doña Heliotropo nada salía. Alimentaba al niño con el jugo de unos tomates semipútridos que conmiserativamente le hacía llegar el italiano verdulero de la choza lindera. El niño tenía siempre la boca llena de moscas y semillas de tomate pegoteadas.
Por ese entonces comenzaron los fríos castigadores, ventarrones filosos y lluvias aburridoras. El tanque se llenó como nunca. Era de cemento fraguado, cedió su resistencia y empezó la gotera.
En el piso de tierra se fue formando un hoyo lodoso. Pequeño, no era para sentirse molesto. Hasta que una mañana García, mal dormido y todavía semiebrio, metió en el su pie descalzo, resbaló y casi se quiebra el coxis del porrazo.
Considerando que necesitaba unos pesos para arreglar el desperfecto, se fue al puerto en busca de trabajo. Estaba a la expectativa frente al barco, aguardando el probable llamado del capataz. En eso se desprendió de un guinche un cajón con un automóvil adentro y García murió aplastado. Diríase, un accidente de tránsito.
La mujer, no llegó a saberlo porque en ese mismo instante se declaró un incendio en aquella Villa Miseria. Total, arrasante. Aterrorizada, enceguecida, próxima a la definitiva asfixia, consiguió agarrar al niño, pero no pudo sacarlo afuera. Lo dejó caer en el hoyo barroso, justamente debajo de la gotera, y enloquecida se perdió en el humo que envolvía la Villa y el éxodo. Volvió al amanecer y comprobó que sólo su casucha estaba en pie. Rondó un momento por las cercanías. Al fin decidió entrar, pero al percibir, ya junto a la puerta, el repique de la gotera huyó despavorida.
Se pasó casi todo el año merodeando por la Plaza Congreso, entre perros y paquetes de basura. Un día recordó al hijo y encaminó sus pasos hacia aquella Villa Miseria.
Abandonada, desierta, alli estaba su casa todavía. Muy sigilosamente se fue arrimando. La puerta crujió dolorosamente bajo la presión de sus dedos temblorosos. No se oía la gotera.
Primero la envolvió un fuerte, penetrante olor vegetal. Después percibió unos puntos rojos que brillaban en la penumbra como cigarrillos. Miró al suelo, donde debía estar el hoyo, donde debían estar los huesitos del niño, y sólo vió unas raíces negras que se desparramaban como culebras por todo el piso. Sobre ellas se alzaba una enorme planta de tomates que llegaba hasta el techo.
Incontenible, se alzó sobre unos harapos amontonados en un rincón y manoteó frenética, gimiente, aullando como perro que busca una rata. Al fin halló algo así como una carcomida funda de almohada.
Metió en ella los tomates que arrancó de la planta y se fue a venderos a la feria.
Cuento de Joaquín Gómez Bas