Contaré el caso
exactamente como ocurrió: para mi sigue siendo un verdadero enigma.
No agrego ni quito nada
en esta relación, y juro que no estaba dormido. Prometo decir la verdad, toda
la verdad y nada más que la verdad. Repito que no se trata de un sueño: en último
caso, un sueño despierto. No sé.
Comenzó una noche de
principios del año 1951. Yo me encontraba acostado, en mi departamento de la ex
Avenida Alem, y la habitación estaba a oscuras; no en completa oscuridad, sino
en esa penumbra que permite distinguir contornos y bultos de muebles y objetos.
Serian, aproximadamente, las doce. Permanecía despierto, boca arriba y con las
manos bajo la nuca; yacía con placidez, en ese estado que uno dice: no pensaba
en nada. Parpadeaba, mirando como aparecían y desaparecían los perfiles de los
objetos. Entrecerré los ojos por unos minutos. El sueño no venía.
De pronto tuve la
sensación de que algo –no alguien, sino algo- estaba junto a mi cama. Inquieto,
abrí los ojos, y, ahí a mi derecha, como a un metro del suelo, se veía un óvalo
de luz brillantísima, de más o menos veinticinco centímetros de alto por veinte
de ancho. En el centro de esa luz de forma ovalada había un rostro de hombre. El
conjunto parecía un gran camafeo viviente, porque aquello estaba, según me pareció, animado de vida. Sin moverme en
la cama y sin quitar los ojos de aquel centro radiante (que sin embargo no
molestaba a mi vista), yo observaba ese rostro.
Para mí, se trataba de un
desconocido. De balde procuré recordar, en un rápido desfile retrospectivo de
figuras y fisonomías, algún rostro quizá olvidado de la infancia; acaso una
cara vista en alguna parte, al paso del azar con que se anda por el mundo y
grabada en el subconsciente siempre activo… Pero, no. Yo podía jurar, más o
menos seguro, que jamás había visto ese rostro. Además, el visitante también me observaba con una expresión de curiosidad y sorpresa
quizá mayores que las que yo experimentaba.
Era el semblante de un
hombre de más o menos cincuenta años; tenía los ojos fijos en mí, con mirada,
como digo, llena de marcado interés. Sus facciones eran toscas, como curtidas
por el sol y la intemperie, y yo veía cómo en su cuello largo y delgado la nuez
de Adán, muy abultada, subía y bajaba como si el hombre respirara
profundamente. Ahora me parece extraño no haber sentido ningún temor.
De pronto, cuando mayor
era nuestra atención, aquello se
desvaneció, mejor dicho, se apagó de golpe. Yo permanecí un tiempo bastante
largo, pensando, en la oscuridad, hasta que el sueño, el verdadero sueño, me
rindió sin esfuerzo.
Recordé, durante muchos
días el suceso, después creo que lo olvidé. Pasaron meses. Circunstancias de mi
internación en un hospital de Vicente López me distrajeron con otras cosas.
Allí tuvo lugar la
segunda parte de mi enigma.
Después de una
intervención médica practicada por el doctor Angel N. Bracco (ese cirujano
inteligente y generoso que ya me pertenece y a quien pertenezco a través de
tantos años), permanecía yo inmóvil en la cama, en una pieza pequeña, aislada
de la sala general. Era la media tarde, y en esos varios días experimentaba una
suave tranquilidad, luego de varios días de fuertes sufrimientos. Ante mi puerta
solían pasar de continuo los internados de la sala, cuyo interior no me era
visible sino en un pequeño ángulo, vista aún más dificultada por mi permanente
y forzosa posición boca arriba. Entre los enfermos solía pasar un hombre alto y
delgado, como de cincuenta años, al que yo veía casi siempre de espaldas y muy
fugazmente.
La tarde que digo,
meditaba yo con las manos bajo la nuca, cuando de pronto noté que alguien se
detenía en la puerta de mi habitación. Levanté trabajosamente la cabeza,
procurando ver de quién se trataba; una sonda de goma aplicada a mi costado
derecho no me permitía muchos movimientos sin causarme fuertes dolores.
Era el hombre alto y
delgado que yo había entrevisto en ocasiones. Pensé que desearía interesarse
por mi estado, como de vez en cuando sabían hacerlo otros enfermos. No dejó de
llamarme la atención su visita porque había oído decir que se trataba de un
hombre muy retraído, que no hablaba con nadie. El visitante avanzó unos pasos
hasta situarse junto mi cama y se quedó mirándome con gran fijeza, con una
expresión de curiosidad que me pareció extraordinaria. Tenía sus ojos clavados
en mí y no decía palabra: me observaba con una especie de atención casi
hipnotizante. Su rostro era tosco, trabajado por el sol y la intemperie, y yo veía como cómo en su cuello largo y
delgado la nuez de Adán subía y bajaba.
Después, en silencio como
había entrado, dio media vuelta y se retiró.
De golpe recordé. El rostro
de ese hombre era el mismo de mi visión nocturna de meses atrás. Ni esta vez ni
la otra se trataba de un sueño; puedo jurarlo. Nunca más vi al hombre; cuando
más tarde pregunté por él a uno de los enfermeros, se me dijo que había sido
dado de alta ese mismo día.
¿Qué enigma es éste?
¿Existe un mundo anterior, olvidado por muchos sentidos? ¿es verdad aquello de
que presente y futuro son simultáneos? ¿Algún encuentro en el vasto tiempo, que
más tarde se repite ante nuestros ojos asombrados de no poder recordar?
Ocurrió así, y así lo
cuento. ¿Alucinación? Sólo puedo decir: No sé.
Cuento de Vicente Barbieri